Estaba sentado junto al gran árbol que hay en mi jardín cuando comenzó a chispear. Pensar que mis padres no estaban en casa hizo que me recorriera un gran alivio. Seguía allí sentado, con la espalda apoyada en el tronco que poco a poco iba empapándose. Las diminutas gotas de la pequeña tormenta iban golpeándome con suavidad y calaban con lentitud toda mi ropa. No me importaba. ¿Sinceramente? No, creo que necesitaba más que nunca encontrarme en aquel lugar, bajo esa inminente tormenta. Paseé la mirada por el cielo, ahora de un color cenizo que asustaba. No se veía más que nubes y nubes superpuestas y finísimas gotas cayendo con desgana. ¿Dónde estás? Con aquel pensamiento la tormenta cobró fuerza, y lo que eran gotas difíciles de apreciar, era ahora un torrente imparable. Las gotas chocaban con violencia contra la tierra húmeda, contra los tejados de las casas, contra los coches de las calles. Contra mi endeble cuerpo congelado. ¿Dónde estás? Volví a pensar, sin apartar la vista de mis pies. ¿Dónde estás? No podía dejar de pensar en otra cosa, ni siquiera podía apartar esas dos palabras de mi mente. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? La pregunta golpeaba contra el pecho una y otra vez. Fuera, la lluvia seguía. Dentro los cimientos iban desplomándose sin dificultad alguna, cada parte de mi mente iba cayendo. ¿Dónde estás? Lentamente sentía como una corriente helada iba apoderándose de mí, acariciando mis pies, abrazándome las piernas y finalmente cubriéndome por completo hasta la cabeza. Estaba paralizado, no podía moverme. La mirada se me nubló, no podía ver nada aunque mis ojos desorbitados no habían apartado la mirada de mis pies desnudos. Los cerré de golpe. El tiempo parecía haberse detenido por completo, no escuchaba la lluvia, ni siquiera la sentía sobre mi cuerpo.
Estoy aquí, pensé. Y abrí los ojos.
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